domingo, 13 de septiembre de 2015

Hay cosas en la vida que uno sabe, muy adentro. No me refiero a saber si son verdad, o si es "lo correcto" o no; me refiero a cosas propias, como qué hacer en un momento determinado, en una crisis. Esos momentos en los que te encuentras en una disyuntiva sobre hacer o no hacer, pero, en lo profundo de tu mente, corazón o como quieras llamarlo, sabes qué es lo que quieres. La incertidumbre está en el resultado, en la reacción de la gente que amas, en las consecuencias pero no en el deseo, que nace desde el vientre. Podríamos llamarlo vocación.
Lamentablemente la mayoría de los momentos de la vida no son en este estado de lucidez. La mayor parte del tiempo el miedo se impone, y terminamos haciendo lo racional preguntándonos "qué habría pasado si yo..."
Pero en mi experiencia te digo a ti, hijo o nieto que me lees: la vocación no siempre resulta bien. A veces tienes vocación de mártir y el mártir sufre, no hay nada que hacer. Hacer lo que realmente crees que debes hacer no es garantía de resultado, por tanto, piensa... ¿estoy dispuesto a hacerlo? Si estás dispuesto ve y aperra contra todo lo que venga sin quejarte y sin responsabilizar a nadie más. Si encuentras a alguien dispuesto a acompañarte en ello, quédate con esa persona y nunca más la dejes ir.
Te digo esto porque la vida es difícil, pero tú mismo eres más difícil que la vida. A veces tienes certeza razonable de que algo saldrá mal y no querrás hacerlo pero, al mismo tiempo, no serás capaz de estar en ningún otro lugar en el mundo. Sabes que ése es tu lugar. Y esa idea no te dejará vivir si no la escuchas, y caerás en la tentación de culpar por todas las consecuencias a esa mera acción, que muchas veces no tiene nada que ver.

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