domingo, 28 de junio de 2015

Las cosas cambian mucho con la edad. En verdad mucho. Cuando uno es joven, digamos, adolescente de dieciséis o dieciocho años incluso, uno cree que nunca va a cambiar, que nunca se va a preocupar de las canas o que no va a llegar a ser tan fome como los padres y... bueno, pasa.
Tengo treinta y un años, recién. Hace dos tenía veintinueve. Sí, es obvio como para que ses absurdo comentarlo pero no, no lo es porque no puedo creer que cosas que hacía hace apenas dos años y menos, ahora son impensables para mí.
Tomar café, por ejemplo. Hace cinco o seis años aún era tarotista, trabajaba en la calle con mucho frío y para combatirlo tomaba café. Cuatro, cinco o seis eran nada. Ahora tomo Ecco, una bebida a base de cebada que me ayuda a engañar al cerebro porque debo elegir muy bien el momento para un café, que me encanta, pero que hará que sienta como mi estómago me retuerce minutos después.
El paso de la veintena a la treintena ha sido sin duda trágico para mí. Adiós hamburguesas, papas fritas, pizzas, frituras en general, bebidas gaseosas y un montón de cosas deliciosas que: uno, le hacen pésimo a mis intestinos y dos, ahora me hacen engordar de mirarlos.
Yo me reía de la Diana Bolocco y sus yogures para el tránsito lento hace un año, y ahora ellos se ríen de mí. Me reía de las dietas y las contadoras de calorías y ahora voy a comer afuera y me pido una ensalada. (Cobb, pero es ensalada al fin y al cabo).
Ni hablar de que cada vez me parezco más a mi madre, y a mi abuela. No voy a caer en el cliché de advertir nada porque a mí me lo advirtieron y ni caso. Así que, mejor me voy a pedir consejos a mis mayores, y en conciencia, que si algo tienen bueno tener treinta en vez de veinte es que uno se da cuenta que es mejor escuchar a los que ya anduvieron por este camino.

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